lunes, 27 de febrero de 2012

El partido (Lírica vs épica)

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El 0-0 preocupa. El 0-1 ya angustia al equipo local y a su afición, que muerde bufandas, banderas y gorros. Un gol en contra es el resbalón que les precipita en el pozo del descenso. No hay dónde agarrarse en el despropósito de balones perdidos y pases inútiles. Quienes juegan con el 0-1 no solo pierden un incentivo, también intuyen la amenaza de un bajonazo en la ficha. Y de repente, el gol. El empate. Los jugadores del banquillo saltan a abrazarse con sus compañeros. Todos alborozados, menos uno, que pregunta: «¿Qué ha pasado? ¿Cómo vamos?». Y me miran mal.

miércoles, 22 de febrero de 2012

84

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Resulta fácil aficionarse al expendedor de sinalefas. Caben tan poquitas sílabas en el bolso de viaje de un jaiku que se echa mano de todos los compresores posibles. Por ejemplo, si se coloca dentro «un cepillo de dientes» apenas cabe «un calzoncillo», dos o tres también, pero cuatro ya no. Si echamos «dos camisetas», ya está lleno. Las sinalefas sirven para apretar las palabras dentro del verso. Gracias a la sinalefa, donde cabe un abrigo, entran también cuatro. Pequeños milagros de la dicción. Las aprecio tanto que sufro si leo uno de los brazos del jaiku donde hay seis sílabas.

sábado, 18 de febrero de 2012

Pentagrama dickensiano

(1)
Dickens ha estado de moda estos días. Cosas del centenario. Y al pensar en Dickens se cae en la tentación de comparar sus tiempos con estos e imaginarlo como un escritor en la red. Hay paralelismos curiosos, y otros opuestos. También entonces, como ahora, el beneficio que generaban los escritores se lo embolsaban otros. La diferencia, sin embargo, es que el genio sociológico de Dickens consiguió adaptar un sistema, el folletín, para asegurarse sus derechos económicos de autor, mientras que todos nuestros esfuerzos creativos únicamente aumentan la cuenta de resultados de telefónicas y operadores. Caminamos, está claro, en sentidos opuestos.
(2)
Con ser relevante, el económico es un paralelismo trivial. De Dickens se podría decir que su escritura folletinesca desmontaba algo e ideaba algo diferente. Ponía fin a la obra. La obra es la construcción que se anhela, se presenta y se recibe como definitiva, en cualquier género. La aspiración, desde la épica hasta los grandes libros religiosos, era la escritura de la obra. Y consolidó, Dickens, el sustituto de la obra: el libro. La intuición del libro es más antigua que Dickens, y resulta inherente a ciertas ideologías, como el erasmismo, recuérdese sólo Elogio de la locura o El lazarillo.
(3)
El libro, así concebido, es la construcción contingente de un texto para su época. Si la obra se estudia y memoriza, el libro sencillamente se lee. Dickens desmoronó la concepción de obra mediante el recurso del folletín, pero no se quedó ahí, el anhelo de lectura que creó fue esencial para consolidar la nueva idea de libro como artefacto que se lee, igual que el folletín, en el momento en el que se produce y abre paso solo al deseo de un nuevo libro. A diferencia de la obra, cuyo valor tendía a la duración, antes —como elaboración— y después.
(4)
¿Y nosotros? El término «obra» se relega a los deprimidos impresores de enciclopedias y a los viejos profesores de clásicas, que aún saben ubicar una palabra griega en un canto de la Ilíada. Nuestro mundo es el de los libros, y la escritura en la red, si de verdad lo es, ha de desmembrar su valor, como Dickens hizo con la obra. De hecho, con limitarse a tirar del hilo de la modernidad ya le sirve: el fragmento, el discurso sincopado, multigenérico e interrumpido era un canon ya antes de la red. La red le añade una condición: la inmediatez.
(5)
Mejor que compararnos con Dickens, aprender de él. Dickens consolidó la dinámica del libro. ¿Y la red? Las innovaciones de la red —su libertinaje, su inmediatez— parecen ahogarla. Sus apologistas sueñan con publicar sus escritos en libro, ¿no resulta una patética contradicción? Desmoronado el libro, la red se queda con la espuma de las olas que burbujean en la arena. El presente. Lo que motivaba sabe a poco, desgana. La red, como Dickens, ha de generar una dinámica cuyo motor restituya (también tecnológicamente) la memoria. Y lo haga desde la utopía: una memoria no centralizada, ni jerárquica, ni apriorística.

martes, 14 de febrero de 2012

Cupidesca dieciséis

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Pero dijo: «Vos pasás tanto tiempo sola». Ya había tenido otros pretendientes. Todos me decían: «Ven y la pasaremos bien». Para qué quiero yo un pretendiente si tengo mi trabajito en el kiosco, donde nadie me manda ni mando a nadie, mi cuarto con las cositas que me gustan, los programas nocturnos de la televisión. Para qué problemas, sueños de una noche. Vivo a gusto y me divertía con los pretendientes, tan igualitos todos, parapetada tras las neveras de los helados y los expositores de chuches, inalcanzable. Pero llegó, tan desgarbado, me lo dijo y sí, me vi tan sola.

sábado, 11 de febrero de 2012

Cupidesca quince

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Se ama con la memoria. Fiar al cuerpo el amor es como dejar a su propia responsabilidad la educación de un niño. Cederlo al alma lo arranca de la realidad. Claro que se puede vivir la vida en otra vida, a veces con mayor intensidad, pero no es el propósito del amor. Ideal y cuerpo se alían bien, sin embargo, para darle profundidad a la memoria de quien ama. Para cavar en ella los cimientos de una vida. También el desamor se origina y crece desde la memoria, por eso resulta tan doloroso, porque transforma el sentido de lo vivido.

lunes, 6 de febrero de 2012

Cupidesca catorce

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Vestidos de negro, los cuerpos que acuden al concierto abren agujeros en la luz. Rizados, largos, umbríos, los cabellos trazan repetidos eclipses de sol. Chapas, botones y broches lanzan destellos en la tiniebla. La música ruge. Las letras arañan al atravesar el cerebro. La emoción de haber ido tropieza en la sala, a empujones cae por los suelos y las botas la pisotean inclementes. La música brama. La melodía transita hacia el chillido. Las palabras zumban de uno a otro como baquetas desbocadas. En este simulacro del infierno si tú me miras con dulzura no se lo diré a nadie.

jueves, 2 de febrero de 2012

Cupidesca trece

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—¿No me dices nada, Nemoroso?
—Las ovejas. Están raras.
—¿Raras, qué les ocurre?
—No balan.
—¿Están tristes, Nemoroso?
—Qué sé yo. Será cosa del tiempo.
—¿El tiempo, qué le pasa al tiempo?
—Está raro.
—¿Está como tus ovejas, Nemoroso?
—Estos calores. No pueden ser buenos.
—Pues diría que hace una temperatura estupenda.
—Quiá. Raro, el tiempo.
—Pero, Nemoroso, si hace unos días preciosos.
—Estos calores. No traen nada bueno.
—¿Y tú, qué me dices de ti?
—Raro.
—¿Cómo de raro, Nemoroso?
—Como las ovejas.
—¿Y Elisa, cómo anda?
—Rara.
—¿Rara?
—Sí, barrunto que lo que quiere es pedirme el divorcio.