miércoles, 19 de diciembre de 2007

Anoche

Tan desangelado e invernal estaba el salón de valquirias de la Fonda España que parecía incluso que nosotros tampoco habíamos asistido a la cena. Uno miraba las sillas vacías y dudaba si era el ausente. En la mesa, por el barrio chino nos condujo Alberto en busca de sus novias de alquiler. Nos describía unas calles, antes tan familiares, que ya no conocíamos. Concha y yo, de jóvenes, nos sentábamos en la barra de un puticlub a sestear la indolencia de las tardes. Pero los recuerdos nos equivocan. Si ocurrió fue en otra ciudad, ella la nombra Montevideo; yo, olvido.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Crepúsculo

Juega con la brisa de poniente el humo en la chimenea de la bóvila, enfrente. Detrás, el cielo anaranjea. Su azul, de tan intenso y brillante, parece vestir a una dama para una lujosa cita. El contraste de la luz borra el lienzo agrietado de la fábrica y las pintadas de mal gusto. Miro después la embocadura del cigarrillo, ennegrecida por el hollín de mis dedos al sacarlo del paquete. Nada tiene un sentido especial a las puertas del taller. Tontea el humillo con el viento; la tarde cae al suelo, no acuchillada, sino dormida. Parece hermoso, pero sólo ocurre.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Llega un libro de Alción Editora, Córdoba, Argentina

Aunque supiera que el libro era de tu hermano, al leer la solapilla se han corrido las letras (Corralito ha tenido la culpa) y en lugar de Juan leía José y me asombraba tu, por un momento, nueva biografía: «Reside en Buenos Aires desde hace treinta años». De repente tu historia (y la mía) era otra. En Buenos Aires, treinta años. Si te he escrito a Málaga, si te he visitado en Torredonjimeno... ¿O te habré visto en Buenos Aires, donde no he estado nunca? El vértigo ha durado un instante, José, pero ha sido inquietante verlo recorrer las certidumbres.

martes, 11 de diciembre de 2007

«Con sus patitas / la cucaracha muerta / sostiene el cielo», jaiku de Jesús Aguado

A uno le gustaría firmar el mar. Un poeta lo hizo: Assinar o mar ere el título de su libro, que en portugués suena mejor. Si uno no puede atribuirse el mar, mejor se conforma con maravillas menudas: una cetonia dorada en el tronco de una encina. O dicho en letras, un jaiku. Por cualquier poemilla de Shiki, de Buson o de Santôka daba la mitad de mis endecasílabos, pero el resto lo guardaba por si Jesús Aguado quisiera cambiarme este jaiku suyo donde se dan la mano lo más ínfimo y lo más sublime de la existencia. Con estremecimiento.

lunes, 10 de diciembre de 2007

A vueltas con la alta cultura popular

He leído algo esta mañana sobre la alta cultura. También sobre la cultura popular. Siempre que se habla de una sale a relucir la otra, ¿por qué será? Tengo amigos a quienes el asunto les preocupa. Nunca he pensado demasiado sobre esta cuestión. De hecho, creo que puedo expresarlo en cien palabras. Bueno, ya menos, en cuarenta y cuatro exactamente. Que ya son, sin comerlo ni beberlo, treinta y tres. O sea, veintiocho. Veintisiete palabras creo que me bastarán, vamos, estoy seguro, para decir lo que he reflexionado seriamente sobre la alta cultura y la cultura popular. Pienso que la

El final de una traducción

Lo ves, Ana, llega el vendaval y desaparece Tenesigüilians. ¿Cómo será la vida sin él? De repente levantas la vista y no ves el húmedo cuarto de la destartalada pensión donde nadie hace las camas porque ni hay sábanas que estirar sobre el colchón. De repente, regresan el patio florentino, las suaves colinas, las aves que rondan el campanario: todos la armonía que entra en la palabra libertad -con minúscula-. Llega la tramontana y se lleva el olor a orina, la grasa, el hedor de las tenesigüilianías; te queda el invierno, su sosiego, su calor de lana gruesa, densa, antigua.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Carta a Fernando sobre sus nuevas ocupaciones urbanísticas

Tu nuevo trabajo tiene algo de amanuense medieval: redactar los «usos» parece un encargo de Alfonso X para alguna de sus partidas, ¿o no? Es tarea casi filosófica. Acuérdate de dejar, al especificar los espacios, algún descampado sin urbanizar para que por la mañana vayan a pasear los dueños de perros, proscritos de las aceras que ensucian; por la tarde jueguen al fútbol los chavales exiliados de los parques impolutos donde se prohíbe el juego a pelota; y por la noche acudan las parejas, amparadas por la intimidad de lo deshabitado y lúgubre, a mejorar este mundo con un kiki.

«La sentencia de las armas», de Eduardo Gil Bera

Se publica este libro algo por debajo de sus virtudes, como finalista de un premio de ensayo en una minúscula editorial. Cada generación reinterpreta a los clásicos, dice el tópico, pero ¿qué se ha escrito aquí sobre la literatura homérica desde hace décadas, acaso siglos? La simple y minuciosa lectura le permite a Eduardo Gil Bera (1957) no sólo descubrir ciertos datos esenciales sobre datación y autoría, sino presentarlos como una auténtica visión actual: la Ilíada como el final de la edad heroica y la Odisea como el inicio de los personajes modernos: manipuladores, tramposos, oportunistas; casi se diría, pragmáticos.

martes, 4 de diciembre de 2007

Carta a J

De hecho, Julio, no creo que sea ni camino. Los caminos conducen a alguna parte, y lo nuestro es despeñarse ladera abajo en medio de la maleza. Sí hay senderos que cruzan nuestra deriva, los he visto y le tientan a quien no ve destino. Es tan fácil tomar un sendero y seguirlo, imaginándose que es uno quien hace el camino. Exactamente por eso le puse tantos reparos a tu poética de los heterónimos: que no sea nunca un camino. No ir a ninguna parte es el único principio que le da verdad a esto que hacemos. Un abrazo, JAC

lunes, 3 de diciembre de 2007

Querido Alberto:

Lo que te ocurre con los libros ya no le pasa a nadie. Mera artesanía, tecleo a peso, ¿qué efectos puede tener en uno algo así? Tus libros son antiguos. Cuando no se soñaban ante una pantalla, sino con tinta, émula siempre de la sangre. Hoy no se escriben libros con la vida, sólo con la literatura. Por eso no dejan secuelas en nadie, salvo en ti. Que no los escribes, los encarnas. Así eran los escritores entonces. Tenían biografía. Hoy tienen currículos. Por eso los libros cada vez se parecen más a los periódicos y menos a los libros.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Quien regresa

Me detuve junto al viejo molino a secarme el sudor con un pañuelo. Sus paredes, un poco más hundidas, me hicieron soñar que todo estaba como entonces. Por la curva apareció un grupo de niños. Me vi entre ellos. Se me quedaron mirando, los ojos como platos. «¿Eres forastero?», me preguntó el más alto mientras se agachaba para coger una piedra del camino. ¿Forastero, yo? Me reí. Podría ser vuestro abuelo, les grité acercándome. Decidme vuestros nombres de familia. «Forastero», chilló otro y la primera piedra impactó en mi ceja. El pañuelo, que aún estaba en mi frente, quedó empapado.

«Soliloquio para dos», de Eduardo Moga (La Garúa, 2006)

Hace algunas décadas la fotografía de un cuerpo desnudo se exhibía siempre con una mancha sobre los genitales. Hoy esta misma opacidad, en una imagen análoga, se sitúa sobre los ojos. Si entonces estaba prohibido el cuerpo, ¿ahora lo estará el alma? A partir de una apelación directa a la evanescencia del ser contemporáneo, que parece huir de los cuerpos, Eduardo Moga (1962) ha escrito un extenso poema que se contorsiona como doliente expresión de la pérdida y del sinsentido. Acompañan el desasosiego de los versos las intervenciones artísticas de José Noriega (1948) sobre fotos vulgares con la mirada ciega.

Razones de una mudanza

Como soy un dominguero (alfacinha en portugués) en cuestiones de navegación, no me había enterado de que existía una factoría de cuentos todo a cien. Nunca he querido ser original. Llevo diez años escribiendo (y publicando en una revista) mínimas críticas de libros, aburrida tarea en la que sólo me entretiene ajustarlas a cien palabras, por eso se me ocurrió titular así mi bloc de notas. Ante la coincidencia, decido una rápida mudanza al palacio en ruinas del viejo Visir. Sólo un par de amigos conoce el antiguo domicilio, no veo que importe el cambio. Continúa la misma filosofía zien.

«Espacios traslúcidos», de Clara Janés (Ed. Casariego, 2007)

Las amplias posibilidades gráficas de la selecta editorial Casariego permiten que estos Espacios traslúcidos de Clara Janés (1940) se presenten como un auténtico libro de artista, o libro total: los poemas aparecen conjugados con las fotografías e intervenciones plásticas de la autora y con un pequeño cuaderno de citas que guía el conjunto. Textos, imágenes y citas convergen en una convicción poética: que la luz puede disponer de otra manera el mundo de las formas: «Y a cada instante, el pájaro —los pájaros— cobra distinta forma». Que sea el amor y no sea la experiencia lo que ordene la visión.