Nos habíamos sentado bajo un roble. Llevaba yo un libro en la bolsa y quisiste que te leyera una página. Eran poemas de tonos dulces, melodiosos, y la brisa de la tarde emergía del aliento de un dios benévolo y complaciente. Tras aquella página con versos que acercaron más un cuerpo al otro, quizá para escuchar mejor la voz, o tal vez para sentir en la piel los acentos que el poeta había distribuido con tanto acierto, seguí leyendo palabras que hablaban de ti y de mí hasta que los labios las convirtieron en reales. Igual que lo contó Dante.