A nuestra espalda, la espalda del templo del Tibidabo. Delante Collserola, una alfombra verde tendida ante la llanura industrial y en exceso poblada del Vallès. Como fondo, algunas nubes dibujadas por la mano de un niño. Te quedaste, Carmen, un instante ensimismada. Francisco hablaba de cómo había aprendido la filosofía que corre por sus escritos. De pie los cuatro, en la explanada de tierra sin urbanizar, estábamos hechos de la materia efímera del habla. Sin siquiera imaginarlo, el arte —la memoria— ya trabajaba para extraer el tiempo de aquella tarde y convertirla en un símbolo. Un dolor, aturdimiento. Un silencio.