Ventanas de la Casa Ámbar (2018)




El lápiz de Emily ilumina la blancura cuando sombrea las palabras. 
[1]


Lánguidas cortinas, solo el viento las hace bailar y enloquecer. Pero las ventanas de la casa de Main Street permanecen cerradas. 
[2]

No vierte el pigmento en el disolvente, ni lo revuelve, tampoco acumula el resultado en paleta alguna, ni selecciona para el trazo las cerdas de un pincel. No coloca un lienzo en ningún caballete. Emily abre el cuaderno, unta la pluma en el tintero y caligrafía «El murciélago es pardo». 
[3]

Cuando llegue el nuevo inquilino a estas tierras tendrá que quitar las sábanas que cubren los muebles y volver a extender por todas partes los colores y los barnices con los que hemos soñado durante el invierno. 
[4]


Emily y Miró contemplan, sentados en la orilla y a su espalda las bicicletas abandonadas sobre la hierba, el estanque quieto. La quietud no existe, la luz todo lo contorsiona, dice el pintor. Es el lenguaje, susurra Emily. 
[5]


Acerca a la lumbre del fogón el candil que se ha quedado con la cazoleta del aceite vacía, y arde. 
[6]

Veo al herrero sentado junto a la fragua. Se acerca una ascua al cigarrillo y lo prende. Ha dejado el martillo en pie junto al yunque. Me mira, pero no me ve.
[7] 

«¿Te gusta cómo queda el poema inscrito en un triángulo?», pregunta Pessoa mientras levanta los remos del agua. Emily deja de contemplar el atardecer y le sonríe: «¿Quién te ha contado que escribo en los sobres de las cartas que me envías?». «Nadie: es lo que yo hago».
[8]


Cuando se levanta porque una palabra se ha colado en la galería y aletea sin hallar una salida, la pluma continúa, aunque ya no sea la mano de Emily quien la sujete. 
[9]


El día en el que el silencio recorra las calles de Amherst vestido de tamborilero.
[10]

Un sueño que aún no distingue la estación donde tendrá que apearse. 
[11] 

Entre estas copas que rodean la casa de luz ámbar se oculta una pequeña orquesta que interpreta cada tarde de verano idéntico programa y sin embargo cada tarde suena diferente. Sobre todo en invierno. 
[12] 

«Hay algo, no te apenes —le advierte Joan Maragall mientras comba las guías de su bigote—, que no muere». La rosa que alguien ha cortado, abandonada sobre una piedra. «En efecto, la muerte», le susurra Emily. 
[13] 

En la plaza de Amherst bombillas encendidas, caballitos que suben y bajan, barcas que van por el aire y coches de bomberos con campana en la curva perpetua del carrusel. 
[14] 

La nada, un gramo de azúcar en la balanza donde se pesan los ingredientes antes de amasarlos. 
[15] 

Existe una mariposa blanca que despierta al paso que la oscuridad tiende su capa de terciopelo sobre el paisaje. Y mientras se confunda con el papel, vuela. 
[16]

En el interior de una nube. Donde vives lo mismo que has vivido. 
[17]

En qué cajón de qué armario dentro de la Casa Ámbar, sobre qué alacena, en qué arquilla. Dónde. Que sigue estando aunque no esté. 
[18]

Quien despega las etiquetas del tarro donde quiere guardar la mermelada hecha en casa. El único lector. 
[19] 

Cuando se detenga la abeja sobre los estambres, y antes de que eche a volar con su cargamento de dulzores, te habré visto no decírselo a nadie. 
[20]

Una historia que concluye en el mismo instante en el que el narrador se ha sentado a contarla. 
[21]

Delicado enigma. Huidizo y al mismo tiempo dispuesto al encuentro. Un claro en mitad del bosque.
[22]

«Mr. Hemingway, me gustaría saber una cosa —repuso Emily mientras se abanicaba de pura timidez—, ¿no tuvo nunca la sensación de haber llegado a un lugar donde no debería haber ido?». «Jamás». «Ve, Ernest, en eso somos iguales».
[23]

Algo queda en el camino después del paseo. Sobre la arena, la huella de las sandalias; entre las hojas de la vid, un racimo menos; dentro del estanque, aquel pensamiento.
[24]

Al salir de la Casa Ámbar, te giras y ves la ventana. Si en ese momento te asomaras, te verías a ti misma contemplando cómo te alejas.
[25]

El hatillo por el suelo, sentado en la arena, los jirones del abrigo por mantel, las sucias manos hacia la boca con el dulce. Una felicidad mayor en el rostro lo haría estallar.
[26]

«¿Un poco más?», le ofrece con la tetera en la mano. «Emily,  ¿cómo… abstenerse?», balbucea, inconcreto. «Ay, Mr. Donne, siempre buscándome las cosquillas».
[27]

Ah del ladrón que deja aquello que se lleva y que se lleva aquello que no ha encontrado en su hurto.
[28]

Cuando las niñas y los niños se habían ido, se quitó el sombrero rojo y la falsa nariz, se lavó la cara en un barreño y guardó los zapatos exageradamente grandes en un saco de arpillera. Le vi desaparecer, ya mortal, por Main Street, tras los árboles.
[29]

El pescador lanza la red, la recoge llena y luego devuelve lo pescado al agua. Para que cuando vuelva a extender la trampa regresen los mismos peces.
[30]

Ignoran qué es un cabo, hacia dónde deben mirar al oír «estribor», para qué sirve un sextante, y sin embargo embarcan con alborozo en cada una de sus frases de montañeses.
[31]


No hay ocasión en la que te sientes en la silla, Emily, sin mostrar «una actitud de vuelo».
[32]


Un rincón será suficiente, le dijo el rincón a la mirada que carecía de lugar.
[33]


Arranca las hojas secas, una mata que estorba, mima los brotes. Riega. Deja el cántaro en el suelo para anotar algo en un papel. Curiosa, la tarde lo lee de refilón por encima de su hombro.
[34]


«¿Soy la única que sé quién eres, William?» «Eso en realidad ya no le importa a nadie, ni siquiera a mí, lo relevante es que soy el único que sé quién serás, Emily».
[35]


Sobre la esfera del reloj de pared, hechizado por el dorado de las agujas, un abejorro que se ha colado por la ventana.
[36]


Eres la niña que pasea entre los que siempre están ahí y descubre que por la puerta por donde ha entrado puede volver a salir.
[37]


En el porche se descalza las botas embarradas por los caminos invernales el silencio.
[38]


Incluso anduvo perdido un rato por Main Street. Vi cómo buscaba en el aire el nombre de la calle, pájaro que al parecer había emprendido el vuelo. Y siguió tras él.
[39]


Sin atril, sin atildado director, sin orquesta. Se ha detenido en una rama. Solo se calla cuando me levanto para escucharlo más cerca.
[40]

«¿Va a venir mañana a verme, Mr. Bashō?», le pregunta Emily desde la puerta que acaba de abrir al visitante desconocido. Matsuo enrojece, luego su palidez se acentúa. «Le comprendo. Pase sin miedo. Nadie sabe qué significa mañana».
[41]


Está dentro del cofre. La moneda de cinco centavos que encontró tirada en la calle un día. Solo un destello de níquel en medio de la inmundicia. La guarda desde entonces. A veces la mira.
[42]


En el alféizar de la ventana, al oreo, unos zapatos. Acharolados, relucientes. Para quien camina descalzo, una razón para no seguir adelante.
[43]


A veces hay demasiada luz como para que se pueda ver algo cuando se mira.
[44]


Sales por la mañana de la Casa Ámbar con la cesta de mimbre llena de arándanos, hongos, serbas maduras y grosellas. Regresas al caer la tarde con el brazo ligero, bamboleándose el canasto a tu paso.
[45]


La mañana de lluvia, oscuro funcionario, sella impresos, uno tras otro, sin que nada la inmute.
[46]


Sentado al atardecer el sol fuma. El chasquido de la mecedora pauta el tiempo. Una niebla oscura cubre el día, que se ha tumbado en el porche como un perro a las puertas de una casa vacía.
[47]


Un adagio en el violín de un principiante le proporciona a la luz de la tarde la pátina del bronce.
[48]


«Me encantaría revolver en tu celda, Francesco, un día en que estuvieras ausente». «¿Para qué, Emily?, encontrarías lo mismo que tú guardas en el cajón». «Pues te dejo que lo mires mientras voy a buscar el té».
[49]


Otra vez estoy aquí; no sería, si no, la «Merodeadora».
[50]

Cuchara que acaba de salir del azucarero con su hatillo de sentidos rumbo al café. 
[51]

Sé que llega el verano por el paso jovial del apicultor. Sabré que se está yendo por las briznas de heno que sobrevuelen el jardín.
[52]

«Chicas —les dice la maestra—, solo lo que se ve existe». La aplauden, menos una muchacha menuda y lunática que mira por la ventana. «Emily —se enfada la maestra—, ¡baja de las nubes!»
[53]

¿Y quién se olvidó de nosotros, una mañana, el mundo aún reciente, al salir con prisas, la chaqueta en el brazo y los cordones por abrochar?
[54]

De qué sirve correr las cortinas para cegar los rayos, entornar los postigos para protegerse del viento y de la lluvia. De qué, si no es una tormenta, si los nubarrones no avanzan hacia otro lugar.
[55]

En la oscuridad aprende sus virtudes la luz. En el cesto vacío brota la primera espiga.
[56]

«No las espantéis —les dijo Nicodemo a los jóvenes que se sacudían las moscas—, que nos traen sobre sus alas el verano.»
[57]

«Te sacaba en volandas del cuarto, Emily, y no te dejaba hasta que cayeras redonda de tanto bailar». «Ay, Federico, no me hagas llorar. ¿Y qué hago yo para sacarte del agujero donde te han abandonado?»
[58]

La inmundicia que las olas devuelven a la arena como quien dice «esto es vuestro». La escritura.
[59]

Dobla la ropa y amontonada la introduce en el baúl junto a los pocos libros que ha conservado, unas sandalias de cuero y algunos objetos que tuvieron en su tiempo cierta utilidad. Aprieta las cinchas que lo cierran y sale después a la calle con las manos en los bolsillos. 
[60]


El sonido de los pasos al caminar sobre la hojarasca te dicta cuando vestida de blanco te sientas frente al reverso del envoltorio de una libra de chocolate.
[61]

Tras el sermón siempre hay quien se gira en el banco por preguntar algo a un acompañante que, sin siquiera mirarle, continúa vocalizando el estribillo del salmo.
[62] 

De madrugada, el chirrido de las ruedas del carro del tiempo.
[63]


Dejas un recado oculto y de regreso lo descubres en el mismo lugar, con idénticas dobleces que desdoblas con cuidado para leer lo que te has dicho a ti misma, aún más terca que la realidad.
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Con la punta del bastón escribe la palabra «Contigo» en la arena húmeda de un charco que el sol de la tarde está secando.
[65]


El compositor que al transcribir la melodía descubre que ha olvidado unas notas. 
[66]

Cuando los sueños olvidan la salida del laberinto y se tumban juntos a dormir.
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Nada queda en el papel escrito hasta que no se lo susurras, de viva voz, a la noche.
[68]


La pareja de vencejos anidará bajo el alero del tejado aunque nadie se haya asomado a la ventana para contemplar los preparativos.
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«Mi forma de no salir del cuarto, Emily, es pasear por las veredas junto al río». «Sabía que éramos iguales, Rosalía, mi forma de caminar por las orillas del Sar es no abandonar mi cuarto».
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Hay noches en las que te levantas y caminas descalza entre los muebles con un jarrón en las manos sin saber nunca si has logrado impedir que en un tropiezo se haga añicos.
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Intimidad de la abeja y el estambre en el cuarto cerrado de un día de sol.
[72]


El barreño hasta el borde de botellas vacías que dejan en la puerta, junto a los cubos del tiempo perdido, los amantes que al amanecer abandonan la casa.
[73]


Una pequeña figura de alabastro en el modesto cenobio. Ni la luz tenue que cuela el ventanuco la alcanza. Tampoco da fe esta frase. En su rincón permanece a la espera. Mejor diré: A la Espera.
[74]


Te interpondrías ante la ola que amenaza el equilibrio de la barca si te dijera que en sus manos aprieta los remos.
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Un collar se puede romper y las perlas desaparecen bajo los muebles. Una pulsera se pierde con solo pensar en otra cosa. Una ajorca se vuelve invisible entre la ropa. Antes regálame el vuelo de una ave marina.
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El tren pasa a los lejos por los campos, una mancha de hollín en el mantel.
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La noche transforma el vacío que vierte en un jardín de aromas.
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Como tantos que presenciaron la actuación, me quedé con lágrimas en los ojos mientras el ilusionista, entre bastidores, encendía un pitillo y hurgaba en su nariz.
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Se sentaba en el centro de la mesa para ensalzar su egregia figura. Al poco, solo me interesaba de aquella reunión la mirada perdida de quien, en un extremo, no sabía qué decir de sí mismo que ocultara la angustia. 
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La escritura: ardua negociación ente sílabas y guiones.
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«No sé, Pablo, es cierto que la gente disfruta con tu pintura, también a mí me gusta, pero como retratista prefiero a Arthur Hughes. Me veo mejor reflejada en su Ophelia con túnica blanca. Como señorita de Avignon creo que me resfriaría».
[82]

Solo quien recorre cada jornada un mismo itinerario, a idéntica hora, con similar propósito y descuido, se extravía y sin saber cómo llega a su casa por un sendero desconocido.
[83] 


Hace años que no se oye al violinista que recorría Amherst algo achispado las tardes de verano. Una simple rosa silvestre es más tenaz. 
[84] 


El punzón que araña el papel crea los significados que no están. 
[85] 


«El día era cálido» y se hubiera quedado dormida en el sillón de mimbre, bajo el porche, de no haberse enredado entre sus dedos un guion. 
[86] 


En la mesa del café donde solía sentarse por las mañanas hay otra persona. En el banco del paseo, bajo los tilos, donde lo encontraba a menudo, charla una pareja. En su casa pronto desaparecerá el letrero que cuelga de una ventana. Seguro que pintan la fachada.
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«¿Que dónde guardaría algo para que nadie lo encontrara? Mr Poe, hace unas preguntas cada vez más difíciles… ¿En el cajón de los poemas?»
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Al partir el carro de la funeraria queda en la nieve un batiburrillo de pasos que trazan una línea extrañamente recta. A mediodía en cada huella hay un charco de agua turbia. «La mirada de la Muerte», tal vez.
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Las espaldas de los estibadores se quedan con la luz del atardecer cuando se encaminan hacia la ciudad y solo permanece, junto al latido de las olas al chocar contra el muelle, el mío tras el roce de tus manos. 
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Algunas noches solitarias teme que acudan tantas almas a su cuarto que acaben por despertar a la casa entera. 
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Habla en voz alta para el eco y saluda después, cuando la voz regresa. Se da la vuelta y se siente acompañado cuando pasa con orgullo frente a la ventana desde donde hablo en voz queda con mi soledad.
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«Oh Mr. Baquero…» «Por favor, Emily, llámeme Gastón». «Siempre que pienso en usted le imagino en la sala de reservados de una gran biblioteca». «No se crea, también visito con frecuencia los mercadillos de libros viejos».
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«No estoy seguro de que sean ciertos los elogios que me dedica». «¿Por qué me dice eso, Emily? Me parte el alma». «No será para tanto, Gastón, siempre me pareció que mis poemas le gustaban más a su gato que a usted».
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Caí en la cuenta del simbolismo una tarde, al cerrar con convicción el cofre tras guardar la última carta que no iba a responder. Escribió siempre para que le leyeran las cartas que había escrito.
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Oí sonar las leves notas del piano del amanecer y se estremeció el pensamiento que buscaba el modo de vestirse para aparecer sobre la cuartilla.
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Esta es la mañana en la que el dique ha desaparecido y el agua, que hoy sabe bañar la orilla con dulzura de lago, abrocha un aro de plata alrededor de mi tobillo.
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Rechinar de pasos sobre las guijas y de súbito retumbar de madera que golpea el suelo.
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«Te conocí hace tiempo», me gustaría decirle a la fotografía que me hicieron al acabar los estudios y cuelga en la pared. Pero no le digo nada, no sea que me responda: «lo siento, no me suenas».
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Pájaro con el ala herida que salta de una rama a otra, inquieto y solitario, la víspera de la primera nevada.
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