En los árboles, al otro lado, cantan los pájaros cada tarde, enloquecidos. Sus melodías atraviesan muros y alambradas, se cuelan por los barrotes de la ventana por donde quisiera deslizar mi cuerpo. Ni siquiera los golpes sobre la gravilla que dan las botas de la patrulla logran enmudecerlos. A veces, en verano, la caída del sol dibuja en la pared las copas que sobresalen, y trato de distinguir alguna sombra con apariencia de ave, sin conseguirlo. Todo lo que no logro ver, sin embargo, está al alcance de cualquiera que pasee con libertad por el campo. No son ideas mías.