Durante dos semanas de verano llevé, como si estuviéramos en enero, un pañuelo anudado al cuello. «La garganta», decía, e incrédulas mis amigas aguzaban la vista por descubrir cómo escapaba de la censura el borde amoratado de un chupetón. Ya no quedaba nada de la tarde en la que ocurrió, ni del chico que lo produjo, que no había vuelto por el pueblo, ni de la música que bailamos en la fiesta. Aquel raro vestigio, prueba que se presenta ante el juez para demostrar un hecho, era lo único que permanecía de lo que había sido, pero ya no era.