Si ha de jugar contra sí mismo no se siente ni de blancas ni de negras. Le reconforta el chasquido de cada pieza al ocupar su nuevo lugar en el tablero. La lluvia, que repiquetea en los cristales desde la mañana, cesa cuando el director del coro alza la mano y cierra el puño. Con la misma exactitud. Si mueve los dos bandos, no tiene favorito. Aunque le guste ganar, sabe que una parte suya saldrá perdiendo. Después de la partida, sube al desván y contempla la calle desde el ventanuco. Con las luces, la realidad parece envuelta para regalo.