Tiene el color de la tierra labrada. De la piel del campesino que la cava y esponja para que quede como miga de una hogaza. El color de la azada y del palo de madera que la sujeta. Del agua que corre por la acequia en busca de su destino y de la simiente que la espera con sed de crecer. Tiene el color de la albarda, que ha dejado en el suelo, y de la mula que la llevaba encima, que ahora come hierba en la vaguada. El mismo color del pan de centeno que cruje en las manos.