La nieve deja dos montículos sobre la acera y en medio traza una senda donde se pisan unas a otras las huellas de los transeúntes. En los diminutos canales que graban las suelas de las botas se remansa una agüilla sucia que chapotea al ser hollada. Escucho con atención este sonido si no cruza algún autobús en aquel momento. Una y otra vez, a cada paso, podría establecer, pienso, una suerte de minutero que rigiera el tiempo. Impulsado por mis piernas; cada intervalo semejante, sí, pero nunca idéntico. Un lapso en el que uno podría echar a correr. O detenerse.