lunes, 11 de noviembre de 2013

Micaela


En lo alto del muro, un mirlo. El aire le agita las plumas como si le levantara las faldas. Menea la cabeza contra el cuerpo antes de erguirla y echar a volar. Queda la hilera de hormigas —rúbrica del silencio sobre la piedra—, el guijarro que se me ha colado en la sandalia y el viento inoportuno, que zarandea mi vestido. Es lo único que permanece de un instante perdido. El vacío que le sigue se llena —palangana que recoge la gotera, balsa seca tras el nubazo— de agua sucia.  Ojos míos cuando miro cómo las hormigas también se alejan.