En lo alto del muro, un mirlo. El
aire le agita las plumas como si le levantara las faldas. Menea la cabeza
contra el cuerpo antes de erguirla y echar a volar. Queda la hilera de
hormigas —rúbrica del silencio sobre la piedra—, el guijarro que se me ha colado
en la sandalia y el viento inoportuno, que zarandea mi vestido. Es lo único que
permanece de un instante perdido. El vacío que le sigue se llena —palangana que
recoge la gotera, balsa seca tras el nubazo— de agua sucia. Ojos míos cuando miro cómo las hormigas
también se alejan.