Las calles del
invierno, transitadas por sombras esquivas, desembocan necesariamente en un
portal. Los hay luminosos y limpios, con apliques dorados en las paredes y un
sillón de escay junto a los buzones. Su puerta no se atasca nunca y los propietarios
piden datos por el interfono. Otros portales quedan entreabiertos y una
corriente de aire los recorre inmisericorde. El yeso de las paredes se
desprende a capas, podrido de humedades, y el suelo colecciona desperdicios. Huelen
a rancio. Se oyen voces, un niño llora, las cucarachas inspeccionan. Si un
vecino entra de súbito y nos descubre, solo nos insulta.