En la playa reluce el lomo de las olas tenuemente iluminado por la luna y unas chispas de fuego que suben y bajan allí donde haya un marinero que fume. La oscuridad respira como un dios que todo lo acoge. Al relente no le asustan los abrigos y enfría hasta las palabras, que al salir se cubren con un halo blanco. La noche, en su aventura solitaria de desdibujar las líneas de la costa, se despliega con convicción. El oleaje interpreta su partitura dodecafónica ante quien, atento a todo y a nada, a veces se detiene y sueña un nombre.