Leída en estos tiempos, La canción de amor y de muerte, que uno había considerado una obra menor, justificada sólo porque le proporcionó la mayor parte de los ingresos por derechos de autor a Rilke, cobra un nuevo significado. Quienes agotaban y ensalzaron esta prosa agridulce durante décadas nada quisieron saber, posiblemente, de la obra mayor del poeta. Era la sombra que oscurecía esta delicada pieza: un título para otros lectores. Hoy lo que me asombra es exactamente lo contrario: qué altura y qué sensibilidad la del público mayoritario de entonces, emocionándose con este Rilke, literatura purísima. Y qué envidia.