lunes, 26 de enero de 2009

El consejero solipsista (tríptico)

No exagero. Me emocioné. Paso frente a un colegio público del Raval a la hora de la salida. Decido quedarme en la puerta como si fuera un padre más. Hasta un extraterrestre sabría que no espero a mi hijo en ese colegio. Pero allí me planto. Los niños aparecen acompañados de sus maestros. Quizá haya más de un 90 % de emigrantes. De todo el planeta. Lo que me impresiona, sin embargo, no es lo evidente, sino lo que ocurre: nada. Niños contentos, relajados, en orden, que hablan entre sí con una lengua diáfana, nítida. Igual que en cualquier colegio.
(2)
Miro a los niños, las niñas. A sus maestras, maestros. Me emociono. El disparate de una sociedad que se empeña en repetir los errores de la segregación, el despropósito de una administración educativa que le da coartada, el sinsentido de una hiperactividad legislativa que nadie reclama y que cambia hábitos y prácticas de un día para otro, sin mesura ni reflexión: como un deporte de salón de los políticos. Tanto desatino se me viene a la cabeza cuando veo el sentido cabal —niños contentos— que los maestros le dan al absurdo social, político y administrativo que les ha tocado vivir.
(3)
Evoco, entonces, al rey solipsista, Fernando VII, que ni entendió ni estuvo a la altura de su lúcido pueblo. También aquí hay un consejero autonómico solipsista (dicen que no les habla ni a los directores generales) que cree que todos los problemas de la educación los causan maestros y profesores. Un político que no quiere pasar a la historia por escribir poemas, sino por haber humillado a los únicos que mantienen a flote el extraordinario naufragio de la educación en este país. No, ni comprende ni está a la altura de los lúcidos maestros y profesores que sufren su soberbia.