De las tardes de aquellos sábados de bonanza en el espigón prefiero no acordarme. Nos sentábamos en las sillas plegables. Las olas se aproximaban a las rocas algo tímidas, pero con constancia. A veces me asustaba que rebotaran entre dos piedras y el sonido se alzara desde algún agujero como un eco que llegaba de lejos. La caña, erguida, permanecía impasible la mayor parte del tiempo, que daba la impresión de no existir. O al menos hasta el latigazo enloquecido del carrete. Que hubieran picado era el acontecimiento. Un resorte repentino nos sacudía. Chillaba. A eso lo llamábamos ser felices.