Cuando empezamos a salir ya lo sabía, pero él no. Era impetuoso, atrevido, infatigable, con una curiosidad que me desbordaba. La imprevisión dominaba su calendario. Lo contrario de mi apego a la casa, a las costumbres, al lugar. Veíamos irse el único tren que paraba en la estación, antes de que la cerraran y ya no se detuviera ninguno, y me parecía un privilegio quedarnos en un banco del andén los dos charlando. Aunque supiera que sus ojos se habían subido a un vagón y se marchaban. Por eso cuando se fue no lloré, porque era yo quien lo abandonaba.