Ni siquiera se me habría ocurrido soñar con el abrazo de la noche que tan excelsa supo cómo abrazarnos en el callejón empedrado que hay junto a la verja del parque. Ningún carruaje transitó a deshora, ni nos asustó el retumbar de botas que se han lustrado con el trapo de una rancia filosofía. Tampoco el viento hizo cantar a herrajes mal resueltos. Una insólita quietud, que se extendía alrededor, semejante a la de nuestros cuerpos entrelazados, sellaba el ánfora del tiempo. Sus manos en mi nuca, mis manos, agrimensoras de su espalda. La noche nos acogía como a peregrinos.