Los relatos de Francisco Hermoso de Mendoza (1975) tratan de tú al lector desde el principio. Lo sientan a una mesa y por hosco que sea su día, le encienden una sonrisa en la mirada que lee. No se va muy lejos para narrar. Desde la terraza de una cafetería es posible ver pasar sus personajes. Pero quien los mire, no va a ver nada, porque el nadir de su dimensión empieza a desvelarse cuando arrancan a hablar, allí donde la prosa discurre por el cauce de arroyo que anhela ser cascada cuyo hervor no solo pasme, sino también revele.