Cuando me rebasó en el bulevar con atlética zancada, de repente se dio la vuelta y su sonrisa, esplendorosa, me saludó en una lengua que no supe identificar. Quise estar a su altura, pero tropecé en el sonido de la palabra que iba a pronunciar, balbucí y hasta creo que me puse como un tomate. Volvió a mirar al frente, desapareció. Y para que no desapareciera el momento, me lo cuento cada noche al acostarme. Oración que le rezo al dios de lo que permanece. Como cada noche le añado un detalle al acontecimiento, el extranjero pronto pedirá mi mano.