La inestabilidad del ser, viene a decir Agamben en sus investigaciones con arranque filológico, estaba ahí desde el origen. La incerteza del yo animaba lo más certero de la conciencia medieval, pero solo ahora, cuando se le ha rasurado al lenguaje su capacidad de encarnar (y la aventura agoniza en la trivialidad de sí misma), se comprende. El hilo cada vez más fino de las palabras con las que acontece el presente apenas es capaz de sujetarlo, es decir, de implicar al sujeto. De donde resulta la sangrante paradoja de que solo en el espejo de lo antiguo se vea.