Cuando me dijiste que estaba dando de comer con mis dibujos a la jauría que no iba a lamer mis manos impregnadas de pintura después, sino que se lanzaría a devorarlas, no te creí. Quién puede creer que la razón esté tan corrompida como los restos de una paloma muerta al borde del camino. No entraba en mi cabeza, cuando me alertaste de la inquina que mi persona —un inocente encerrado en su taller todo el día— despertaba en las ventanas más altas de Babenbergerstraße. ¿Qué piedra había lanzado yo contra sus cristales para que se desatara todo este odio?