El nombre de un río nunca se va con él. Se queda sobre el talud, en un cartel de latón, al pie de una carretera por donde también se van quienes lo pronuncian como un murmullo fugaz que aspira a ser recuerdo. Cuanto se está yendo deja instantes detenidos en su tránsito. Es lo que desorienta a los filósofos. Se entendería mejor un quedarse quieto para la fotografía. Incluso un no dejar rastro, pues la ignorancia es buen aliado del saber. Pero el que los ríos tengan nombre y que se pueda memorizar resulta un desafío. O quizá, una bendición.