Hay objetos que hoy parecen triviales, pero hace cuarenta años no lo eran tanto. En un rincón cualquiera de mi primera adolescencia encontré —es el verbo que más se acerca a la difusa memoria— una libretita en octavo con las hojas en blanco. Completamente en blanco. Es decir, un libro sin ninguna letra. Aún. La ilusión con la que empecé a llenar las páginas es quizá el único recuerdo fiable. Había escrito antes algún diario escolar, sin vértigo, y no sabía muy bien qué era una novela, pero tenía claro lo que quería escribir: todo cuanto no me había ocurrido.