Aprendimos a pasear más o menos la misma tarde otoñal, a un lado y al otro del Atlántico. A uno y otro lado, también, de la civilización. Thoureau nos acompaña por los densos bosques de arces y Baudelaire nos enseña a vagar por la densa miseria en la cara oculta de la ciudad. Desde entonces, pasear es resolver un enigma. Jesús Aguado pasea por el campo y anota. Su mirada se detiene en lo que no se ve. En lo que no requiere tiempo. El lápiz, con idéntica levedad: «Escribo un haiku / en el arroyo breve / y se lo lleva».