De su nuevo país a Jane le impresiona la melena pelirroja de los bosques otoñales, el brillo de ojo de caballo del lago, el chasquido de los pasos en el silencio. Pero los raros vecinos que encuentra en sus paseos parecen inmunes a estos elogios. «¿Conoces ya los dulces de Emily?» Que los probara era su único empeño. Y qué chasco se lleva en la pastelería Amherst. Cuatro cruasanes rancios, un desalmado dumpling de manzana, hasta que aparece la señora Dickinson, vestida de blanco inmaculado, le sonríe —«Ven, he acabado unas delicias de jengibre»— mientras abre la puerta del obrador.