La penumbra del cuarto después de amanecer. La persiana traza paralelas imprecisas de luz que las cortinas difuminan. Una delicada claridad que entrelaza las manos del silencio. Las aves están a punto de que la costumbre las despierte, los rótulos anuncian el tren que ha de llegar y partir, los empleados del riego desperezan el empedrado de las calles sin que nadie los moleste. La tibia piel de los cuerpos, su dulzor ambarino, casi indolente, conoce el instante anterior a que el campanario de la iglesia diga «Acción» y la claqueta arranque el día. Aún a espaldas del mundo. Crisálida.