lunes, 19 de enero de 2015

Arnaldo Calveyra. Una elegía


De estudiante, en La Plata, —le escuchaba decir a Arnaldo— acudía todos los fines de semana a Buenos Aires, me alojaba en casa de Carlos Mastronardi y pasábamos los días hablando y paseando. Y al poco entre sus palabras se deslizaban detalles de las avenidas en las que caminaban, los parques por donde cruzaban, las luces de la tarde sobre las aguas del Río de la Plata que acompañaban aquellas interminables conversaciones evocadas. Las palabras ya no estaban, hacía muchos años que habían prendido sus simientes. Y ya eran otras. De aquel tiempo quedaba solo el reflejo cárdeno del aire. 

No sé si entonces me extrañó o no que mencionara aquellos detalles. Pero ahora, cuando pienso en Arnaldo reaparece la puerta del hotel, la luz de una mañana primaveral en la acera donde alguien me lo presenta, la ruta que seguimos después por Barcelona y las calles que le muestro y me descubre descubriéndolas. También las de su barrio en París, estrechas y coloristas. Las sillas de mimbre con vistosas almohadillas donde nos sentamos a tomar un café. Cuando levanta la vista y señala el balcón de un primer piso y dice: ahí murió Verlaine. Y lo contemplamos con emoción.

[Diario de un inicio]