Una descripción tiene algo de epitafio anticipado. El lugar que acoge y se dispone como un argumento que da noticias del vivir no es menos fugaz que una fecha. Se ignora mientras el lugar no se diferencia de quien lo habita; bien porque se acabe de conocer, bien porque se haya residido allí de un modo prolongado. Pero si la ausencia aleja del lugar, el regreso ya no reconoce espacios. Solo existen ojos, entonces, para lo que no está. Únicamente lo que ha muerto se ve. Toda descripción es un ejercicio optimista —un espejismo de permanencia— que oculta una elegía.