En una de las paredes de la sala
hay un cuadro donde de vez en cuando entramos a pasar la tarde. Una mínima
bahía, con una estrecha playa de piedras y una barca de pesca varada. La mañana
de invierno se ha remangado la falda y se remoja los pies y las piernas, hasta
las rodillas; el rostro de viejo pescador con pipa en la boca de las rocas la
contempla con indiferencia. Buscamos en la acuarela una piedra donde sentarnos.
Le subimos el cuello al abrigo, porque la brisa llega gélida, nos damos la mano
y suspendemos el pensamiento.