Hay quien caligrafió con una vela
encendida su nombre en las paredes. Quien arrancaba los marcos de las puertas
para quemarlos y amontonó ladrillos para sentarse. Quien lanzaba grumos de
cemento a las bombillas e impactó alrededor de cada aplique. Quien retorció
hacia arriba las manecillas del gran reloj de la sala, detenido de un balazo.
Quien orinaba sobre el papel pintando buscando las alturas. Quien arrancó los cables
eléctricos y dejó tirados los restos después de atar algún bulto. Quien a punta
de navaja dibujaba genitales obsesivamente en la tarima de los músicos. En eso
queda el espíritu moderno.