No tardo en extraviarme
en el laberinto de pasajes subterráneos que reparten a los peatones por las
avenidas del centro y es como si me hubiera perdido en mi memoria. Entro en los pequeños comercios de la mano de
mi madre a comprar una madeja de lana o unas bolitas de alcanfor. Algo me
susurra en una asilvestrada floristería un ramo de lirios blancos. En un
cubículo donde apenas puede mover los codos sin chocar, una joven despacha
billetes de lotería. No sé dónde está mi salida, cuando la descubro retengo la
palabra sin leerla, como si fuera un ideograma.