Vimos a Parménides camino del río. «Ese hombre es un sabio» —le dije, por decir algo, mientras le contemplábamos pasar. «¡Bah!» —respondió despectivo. El hombre se arremangó la túnica sobre sus sandalias de cordaje oscuro al cruzar uno de los charcos, y cuando desapareció tras los arbustos dejamos de seguirle con la vista y nos miramos a los ojos. «Yo sé hacer cosas que él ni se imagina» —me espetó, chulesco. Ahora fui yo quien exclamó —«¡Bah!»—, solo por espolearle. Sonrió malicioso: «Ni lo sueña, fíjate lo que te digo». Qué aburridos estábamos realmente antes de que pasara Parménides.