Al mismo tiempo que, de repente, cesa con un flop el zumbidillo que tizna siempre el silencio del que escribe, la pantalla ennegrece y los dedos quedan suspendidos sobre el teclado sin saber qué hacer. El botón de arranque no responde. Miro el gran cajón metálico del ordenador como quien observa un perro atropellado en mitad de la calzada y su religión le dice que era el depositario de su memoria. Busco el disco externo, una especie de cajetilla de puros metálica. E inútil sin el perro. Escribimos, sin saberlo, nuestras obras sobre la superficie del agua, empapados de sequía.