Lo cambié todo por este cigarrillo que me fumo en el rellano de la escalera de incendios después del almuerzo. La abubilla traviesa, el vuelo del azor, el inquieto herrerillo. Los oigo aún entre chirridos del tranvía al dar la curva, ronquidos del toro mecánico al elevar la carga hasta el furgón e insistencias de vendedores ambulantes. ¿No vas a volver?, me pregunta Madre cuando le escribo. ¿Estos cielos, estos bosques —insiste—, no los echas de menos? Cada día, cuando me siento en el escalón y enciendo el cigarro. Por eso me quedo: para guardar su pureza de recuerdo.