Me miro las manos. Los dedos demasiado anchos, aplastados. Deformes, agrietados, torpes; no los reconozco. Las falanges torcidas, los nudillos abultados, las yemas amarillentas, uñas sin cortar. Cuando partí de Gong mis dedos eran delgados, mi tacto preciso, mis uñas brillaban. Era capaz de atar una cuerda tan fina como el ala de una mosca. Mi padre me dijo: «Tus manos son tu vida». Las observo y me admiran sus palabras. Mis manos son, como las teclas de este piano en el vertedero, las de un muerto, como Kông Què, a cuyo campo de cerezos no he entrado para deleitarme.