Ahora lo veo claro. Cuando la literatura impresa en papel acosa con su exigencia de una legibilidad que nadie lee, estos cuadraditos de cien palabras que nadie va a leer pueden convertirse (han de convertirse) en la burbuja donde el escritor respire, libre de esperas. ¿Para qué? Felizmente ya para nada. Para nadie. Para él mismo. Diario íntimo público. Para liberarse del papel. Cuando la literatura impresa agobia con su exigencia de sardina en un puesto del mercado, quedan los espacios gratuitos: el paseo por la ciudad, por la playa, el adentrarse en el bosque donde no circulan las motocicletas.