Como asustado por un ruido al otro lado de la ventana, el arroyo se ha echado por los hombros una capa de neblina y así cubierto asoma por la puerta de la mañana. Al acercarme, le tranquilizo. No vengo a reclamar afrenta alguna, ni traigo exigencias en mi paseo. Parece que mis palabras lo tranquilizan y cuando su voz cantarina me alcanza, ya se ha disipado la nube que lo cubría. Me siento sobre una piedra, en la orilla, y contemplo su imaginación incansable en los reflejos que bailan sobre la superficie. Qué contento está de irse, permaneciendo aquí conmigo.