Sé que un día dejaré de acudir al puerto los días en calma. No está lejos, cuatro travesías y una avenida. Aun en invierno, me gusta sentarme en un noray y que su humedad traspase la tela del pantalón y alcance la piel. En casa me lo recriminan, lo sé, pero con lo desagradable de la sensación regresa el tiempo en el que lo sentía dentro del barco, con el viento azotándome el rostro. Mientras pueda, he de venir cada mañana para ver zarpar las tripulaciones. Luego, en la taberna, almuerzo. En seco. Es lo que gano con la pérdida.