Los sollozos parecen descompasar la marcha del caballo que calle arriba resbala con la humedad blanquecina que recubre el empedrado, y relincha. Quien lo sujeta por la correa y lo encamina le acaricia el cuello, las crines, los carrillos. El bruto abre los ollares y avanza con coces inseguras contra la piedra que colman de fragor la mañana. Dos mujeres que se cruzan, cubiertas con un manto oscuro, se cobijan acobardadas en el atrio donde el grito resulta más claro y reconfortante. Se miran, cómplices. Sonríen. La casa ahonda sus cimientos y ambas nodrizas sueñan, por separado, con ser llamadas.