martes, 15 de abril de 2014

Becqueriana / 46


Las calabazas condensan el silencio de los crepúsculos. Cuando las matas que las vieron nacer se marchitan, consiguen ver entre las hojas alicaídas la imagen del sol último antes de ocultarse por el horizonte y a su semejanza se moldean a sí mismas. Su forma abultada se redondea y el verde negruzco de la tierra se convierte en la luminosidad azafranada de la piel. El sueño del cielo les da identidad y dulzura. Nos hemos sentado en un mojón frente a un campo de calabazas. Admiramos la desprendida alegría. El descaro. Aprendemos de las calabazas a soñarnos mientras nos contemplamos.