Se publica una reseña francamente desfavorable. La leo en un café y me asalta una repentina euforia. Desvelado el intruso que hay en mí, nada temo. Uno llega al mundo literario desde la ingenuidad. Ha escrito un libro. Lo manda a un editor, lo presenta a un premio. Se publica, quizá le paguen bien, lo que no recibieron ni Pessoa ni Kafka. Una sospecha empieza a corroerle: ¿me habré colado en un mundo al que no he sido invitado? Un crítico me señala: ¡soy un impostor! Me siento como un personaje de Jim Thompson tras el tercer güisqui en ayunas.