Cada vez es menos inadecuado el adjetivo «póstumo» para calificar la obra
de un autor vivo. José Mateos (1967) lo sugiere desde el propio título. Cada
vez es más frecuente que un autor escriba después de la muerte de las ideas que
le convirtieron en escritor. O en el escritor que un día fue. Y, de hecho, cada
vez será más difícil que aquel autor que aliente mantener viva una obra
literaria durante décadas no deba enfrentarse a la decadencia y agonía de las
ideas que le despertaron las ganas de decir lo que creía que no se había dicho.
Un año en la otra vida se presenta como un diario. O mejor, tiene su forma,
aunque no lo sea. Podría considerarse una novela. O quizá un ensayo. Porque un
diario en el que se ausenta la vida de quien lo escribe deja de serlo. Pese a
que no del todo, pues del diario queda un imperceptible latido. Como un selfy en el que el autor se aparte en el
último momento para permitir ver lo que hay detrás tampoco es una foto de
paisaje. Espejo al que alguien se enfrenta solo para ver lo que hay a su
espalda.
El hilo que ensarta las jornadas de este dietario entrelaza tres hebras: la
elegía y el duelo por el fallecimiento de una amiga, novia de juventud; tres
membrillos que, a modo de naturaleza muerta barroca, van connotando el paso del
tiempo, y una serie de encuentros póstumos, esta vez sí, con amigos y conocidos
que un día fallecieron y que regresan para contarle al autor lo paradójico de
un estado que ni siquiera desde la muerte se puede comprender. Cada entrada
diaria, sin embargo, suele tratar un asunto y sobre él la lucidez de José
Mateos se despliega provocando asombros.