Luis de Góngora se aloja en Cuenca, junto a los pinares del Júcar
Aljofarada luz la que el ventanuco lanza contra la cal para que ejerza de rosetón sobre el camastro. Se podría perseguir su antigüedad si la paciencia fuera, además de una virtud, un consuelo. En la esquina, una jofaina agrietada musita oraciones contra la pared. Una mesa mal desbastada acoge con holgura el saco que deja encima por no confiar en la camaradería del enladrillado. El murmullo de las aguas llega tan cansado como sus huesos desde el fondo del barranco. La pajarería le añade las consonantes. Se sienta sobre la manta y al apoyar la mano no recuerda mayor tosquedad.