Las palabras de un poema tienden
a disgregarse en melodía en la misma proporción que las notas de una partitura
se anudan para evocar un significado. Se llama arte a esta conversión de la materia en otra
naturaleza. Las Sontas W de Jorge
Grundman (1961) convocan la capacidad emotiva del violín junto al don
perifrástico y juguetón del piano con el propósito de dar nombre a los
episodios biográficos que el oyente mantenga aún huérfanos de armonía. Más que
estados de ánimo, la música figurativa y pletórica de sentidos de Grundman
sugiere impulsos. Una música de baile para el alma.
«Lo que inspira la poesía», la
primera Sonata W (What Inspires Poetry),
es una pieza desalentada. El título evoca, quizá, la carencia de la que parte
todo poema. La página vuelta de un cuaderno que traspasa en su vacío el rastro
de tinta de lo escrito. O, tal vez, la construcción en el pensamiento de aquella
ausencia. Grundman dice que está compuesta «sobre una perspectiva bucólica». Y
los sonidos emparientan, sí, con el acento melancólico de Garcilaso. Los días
—los sonidos— se entrelazan para moldear siempre una ausencia. Un desamparo. El
gozo, también, que dejó atrás lo que no está.
«Warhol in Springtime» echa a correr. Cuesta abajo, el piano; dedos
que se persiguen en los glissandi.
Cuesta arriba, el violín; su anhelo de transformarse en suspiro. Es repetición,
también, delirio. Música que sujeta con las manos el dobladillo de su falda, la
levanta y muestra la flexión cristalina, casi agua, de las piernas al danzar.
«White Sonata», la tercera obra, se sienta en la butaca del costado que
incomprensiblemente quedó vacía y mientras se deslizan los acordes va
contándole episodios, anécdotas, acontecimientos de una infancia al oyente —sin
que nadie les chiste— que dan nombre a su propia infancia.