Al líder de un partido político la sociedad le pide que acalle las voces o gestos discordantes, que domine férreamente el pensamiento expresado por los suyos, que su voz sea la única que se escuche, que no se mueva nadie en sus filas. Cualquier opinión fuera del discurso oficial del partido se convierte en una acusación de debilidad en el liderazgo. Una simple controversia derrumba las expectativas electorales del partido. La sociedad, que se rige por un sistema democrático, exige a los aspirantes a gobernarla una incuestionable formación como dictadores en su partido. De hecho, suelen serlo. ¿No resulta contradictorio?