En el entablado del proscenio nunca se acaba el polvo. Siempre están sucios los codos del apuntador y las rodilleras en los pantalones del artista que más sufre el desdén de la trama. Por los camerinos la mugre camela a las virutas de carmín que desprenden las voces. Los suelos de cerámica en corredores y aulas huelen a vapor de lejía. Cualquier palabra traza un eco átono, sin gracia. Hay que borrar las pizarras varias veces para exhalar un aire menos riguroso. Y cuando suena la campana no empieza, acaba. El destino ya no tropieza en los clavos mal hincados.