Me siento en la plaza de la Sagrada Familia a ver pasar turistas. Igual que ellos contemplan la ciudad feliz de los monumentos y sus bellezas, yo admiro la pasión de la pareja viajera, la amistad de los grupos de amigos, el espíritu familiar de las familias. Ni ellos ni yo asistimos a un espejismo. La ingenuidad que rodea al turismo es una vía necesaria para la felicidad: creer que el mundo está bien hecho en otra parte. Lo que no saben de nosotros —lo que no sé de ellos— permite la percepción sólo de lo amable. Que también existe.