Si la lluvia revitaliza la ciudad —las calles tamborilean y cualquier esquina lanza desde su opacidad destellos satinados—, cuando deja de llover y las nubes persisten, su figura envejece mal. La humedad en las tejas les da una intensidad de tinte excesivo sobre cabellos canos y en el revoque de las fachadas deja a la vista, como vestido de repente traslúcido, el osario de ladrillos mal alineados. La lluvia encandila con su alteración de la luz. Dialoga con la memoria y discute con los deseos. El final de la lluvia le devuelve al presente, como cambio, unos cuantos céntimos.