Nunca se acaba de jugar. Un día,
tan lejano como incomprensible, alguien les llamó para el baño, la cena, el
sueño e interrumpieron plaza, columpios, pilla-pilla… con un extraño malhumor
que hoy se llamaría desolación. El día
que se quedó sin tiempo sigue ahí, en la memoria de lo olvidado; quiere continuar en la niña y en el niño que con cara seria tuvieron que abandonar el
paraíso. Niña y niño que recuperan de repente la antigua sonrisa del rostro, la
utopía del tiempo de juego infinito, cuando echando a correr una al otro grita A que no me pillas.